El capitalismo colaborativo tiene un plan
El éxito de empresas como UBER o Airbnb ha disparado las expectativas de la “economía colaborativa”. Pero el rentismo desenfrenado no produce mayor bienestar. Hace falta que las instituciones pongan la cooperación a funcionar para el beneficio colectivo.
1. La economía colaborativa nos hará libres
Un informe del think tank neoliberal PriceWaterhouseCoopers estima que "los cinco sectores principales de la economía colaborativa tienen el potencial de aumentar sus ingresos de los actuales 15 millones de dólares a 335 millones en 2025". España es tercera en el ranking europeo, con más de 500 empresas en ese sector y se empieza a celebrar que Barcelona sea una de las ciudades punteras en este tipo de economía. Pero no abramos todavía las botellas de cava.
Como tantos otros grupos de presión interesados en maquillar la realidad, PriceWaterhouseCoopers llama "economía colaborativa" al alquiler temporal de, por ejemplo, coches o viviendas, a través de aplicaciones tecnológicas como UBER o Airbnb. Pero cuando les apetece, también incluyen el software libre, la economía social y solidaria o el cooperativismo. No les interesa saber si la gestión es más o menos democrática, si se cierran o abren los datos y quién los explota, si se reparte equitativamente la riqueza producida, si se fiscaliza la actividad económica y ni mucho menos conocer el impacto social y territorial de su actividad. Todo es colaboración y eso mola.
Las grandes compañías y think tanks de la Sharing Economy hacen trazo grueso y hablan de “toda esa colaboración social que produce economías más sostenibles y justas”. Y con la misma alegría aseguran que hay una generación de jóvenes emprendedores que están adoptando la idea del acceso frente a la idea de propiedad. Jóvenes que rozan con sus dedos la utopía de la “sociedad colaborativa”.
No contentos con eso, añaden que la economía colaborativa facilita la distribución de rentas y que incluso soluciona problemas de escala terráquea. Aseguran que estas plataformas responden a necesidades bajo demanda sin que tengamos que ser propietarios y facilitan un acceso más barato al transporte y al alojamiento mientras alguna gente combate la crisis ganando un poco de dinero extra. Incluso dicen que estos mercados reducen la huella ecológica que produce la masificación de coches en nuestras ciudades. Montones de promesas que hay que mirar con lupa.
2. Un plan para extraer beneficio privado de la cooperación social
Hace un siglo y medio, Karl Marx analizó cómo se disciplinaba la cooperación en una fábrica. Marx llamaba cooperación a "la forma de trabajo de muchos obreros coordinados y reunidos con arreglo a un plan en el mismo proceso de producción o en procesos de producción distintos". Atención a esa idea: con arreglo a un plan. Disciplinar la cooperación con arreglo a un plan hace que el total sea más que la suma de las partes.
Dicho fácil: 12 obreros trabajando de manera coordinada durante una jornada laboral producen mucho más que un obrero trabajando 12 jornadas laborales. Es más, una persona trabajando 100 jornadas laborales nunca podría realizar ni la mitad de lo que se consigue ordenando la cooperación entre obreros. Cooperar quiere decir ordenar las tareas para producir de manera más ágil, realizar acciones que solo pueden hacer muchas manos trabajando juntas, colaborar para solucionar problemas que una persona no sabría resolver. Ese plan disciplina la cooperación para hacer la producción más rentable para el empresario. Ese plan permite extraer mayor plusvalía de la fuerza de trabajo coordinada. Ese plan permite explotar más y mejor los cuerpos.
Lo que viene a decir Marx es que no hay capital sin cooperación. No es posible la producción de plusvalor sin ordenar con “arreglo a un plan" la capacidad cooperativa de los trabajadores. Marx insistió bastante en entender el capital como una relación social de producción. En la fábrica obrera, la relación social se basa en un desequilibrio de poder entre quienes detentan los medios de producción y quienes se ven obligados a "colaborar" para poder vivir. ¿Sirve lo que dijo Marx para explicar cómo funciona la “economía colaborativa”? Y tanto que sí. Los 335 millones de dólares que facturarán las empresas del capitalismo colaborativo en 2025 se habrán producido gracias a la cooperación social y gracias al territorio sobre el que se producen los servicios. Pero su plan es que parezca que todos salimos igualmente beneficiados.
Airbnb traslada la disciplina de la fábrica a la sociedad del control. Airbnb absorbe el valor de la cooperación que producimos en nuestras relaciones cotidianas o cuando buscamos respuesta a necesidades básicas. No se trata de extraer renta de la riqueza producida en la fábrica, sino de extraer renta de la riqueza que producimos cotidianamente, parasitando las relaciones de colaboración que se dan en la ciudad o en la red. El capital circula más allá de los muros de la fábrica y amplía su circuito de acumulación sobre el territorio. Y es ahí donde campan a sus anchas plataformas del capitalismo colaborativo como Airbnb o UBER.
3. Datos que desmienten las bondades del capitalismo colaborativo
Hay muy pocos análisis sobre el capitalismo colaborativo que usen datos empíricos. Circulan algunas estadísticas de las que se sacan conclusiones variopintas, pero hay poquísimos análisis rigurosos que tengan en cuenta los efectos urbanos y sociales de esta forma de capitalismo. Tanto sus defensores como detractores tienen discursos pomposos, pero son un poco perezosos cuando se trata de recolectar datos y analizar cómo funciona la economía en una ciudad. Hay honrosas excepciones.
Un ejemplo es el análisis que hizo el geógrafo Albert Arias sobre cómo funciona Airbnb en Barcelona. Arias demuestra que en ciudades como Barcelona, Airbnb no parece el fin de la propiedad que algunos prometían. De hecho, más que una sociedad colaborativa, parece una sociedad de propietarios rentistas.
Airbnb ofrece alrededor de 30.000 camas en Barcelona, es decir, la mitad del total de camas de todos los alojamientos tradicionales de la ciudad. No son cuatro personas que comparten piso sino "miles de pequeños negocios diseminados en edificios residenciales". Esto ya nos da una dimensión urbana del problema bastante importante. Tan solo tres ideas para resumir lo que explica Arias:
1) Airbnb no descentraliza la oferta. La mayoría de ofertas se concentran en las zonas más turistizadas de Barcelona (El Raval, Barri Gòtic, Casc Antic y Dreta de l’Eixample). De hecho, hay una correlación clara entre la presencia de hoteles y donde se concentran los pisos alquilados en Airbnb.
2) Si bien el alquiler turístico de pisos enteros sí está regulado en Barcelona, tres cuartas partes de los pisos ofertados en Airbnb no tienen licencia. Todo servicio al público tiene que estar supeditado a la normativa urbanística, puesto que "legalmente, no puedes hacer lo que te dé la gana con tu piso, aunque sea tu propiedad". Existen normativas para mejorar el equilibrio entre las necesidades de los residentes y la explotación turística a través de los planes de uso de los distritos.
3) Airbnb no es una “economía colaborativa”, es una “economía rentista” para quienes tienen propiedades en lugares estratégicos del suelo urbano. El alquiler debe ser regulado para ser fiscalizado pero, además, "el alquiler vacacional debe regularse por una lógica espacial, por los efectos sociales, de convivencia y de usos de la ciudad". No se respeta una normativa urbanística que está pensada para asegurar el beneficio colectivo.
Airbnb, mientras perpetúa el modelo rentista de producción de ciudad tan típico del "modelo Barcelona", se queda hasta un 12% de los beneficios producidos. La riqueza de la ciudad la producimos entre todos y todas, pero el “plan” de Airbnb facilita la extracción de renta privada. Airbnb dispone la cooperación social en su conjunto como mercancía para que extraigan renta quienes tienen propiedades inmobiliarias en espacios urbanos con ventaja competitiva. Es muy cínico llamar a eso redistribución. Airbnb ni hace más diversa la oferta ni disminuye la aglomeración turística, más bien la amplifica.
Hacer cálculos de costes y beneficios individuales (“a la gente le sale más barato y otros se sacan un dinerito”) tiene el altísimo precio de ignorar los costes colectivos, urbanos y medioambientales. La riqueza urbana se produce socialmente y, para evitar apropiaciones privadas de ese valor colectivo, existe una regulación urbanística. Pero el diseño de Airbnb, aterrizado sin regulación en Barcelona, permite saltársela. El plan “colaborativo” evade el plan público. No es solo un problema legal o fiscal, es un problema urbano, colectivo. ¿Se puede negar que es necesario aplicar, incluso ampliar, la regulación urbana y fiscal?
4. Cooperación social, instituciones y redistribución
Muchas prácticas del capitalismo colaborativo se basan en monetizar las necesidades de la gente más afectada por la crisis. No hay una gran novedad en eso. Usar las pérdidas colectivas y la potencia cooperativa para producir rentas privadas es lo que ya venía haciendo el capitalismo urbano. A veces se argumenta que es inútil regular los usos sociales derivados de las nuevas tecnologías aplicando marcos legislativos que pertenecen a épocas pasadas ya que estamos en un cambio de paradigma imparable. Pero en esta crisis ya nos ha quedado claro que la economía no tienen nada de natural y que, se mire como se mire, el rentismo desenfrenado no produce mayor bienestar social. También hay quien entiende el mercado financiero como una tecnología imparable, son los mismos que insisten en que no hay que someter a control social a los holdings financieros que usurpan los servicios básicos de la ciudad o prácticas que explotan el trabajo y la cooperación ajena.
Nadie duda de que las tecnologías y sus sistemas de diseño potencian la cooperación. El problema es en qué dirección se "pone a producir" esa potencia latente en la vida social, cómo y con qué fin se explota la cooperación social, la riqueza del territorio y sus infraestructuras. No hay datos que ni por asomo demuestren la capacidad redistributiva que tienen un conjunto de algoritmos cuando se inyectan sobre un territorio. Es puro idealismo chamánico pensar que esas soluciones técnicas van a producir justicia social y van a evitar prácticas de monopolio rentista. Los planes del capitalismo no son redistribuir la riqueza o cuidar el medioambiente, sino explotar el trabajo ajeno y reproducir las desigualdades sociales y territoriales.
¿Podría esa fuerza cooperativa ordenarse de tal manera que produzca beneficio colectivo? Un beneficio que no solo sea para quienes están en ese mercado, sino también para quienes realizan tareas de cuidados, para quienes han sido excluidos de ese mercado y para el territorio que se explota.
Una posible respuesta podría ser “sí, ese era el objetivo de los Estados de Bienestar que se suponía garantizaban derechos sociales y laborales”. Como dice César Rendueles en el libro ‘Cultura en tensió’ de manera burlona, "si uno piensa en UBER, ridesharing o en las apps de parkings, da la sensación que algún programador de apps tecnológicas acabará inventado el autobús". Fuera bromas, esto toca hueso. La conquista y diseño de las instituciones e infraestructuras públicas es un tema clave. Pero el propio recorrido de los Estados de Bienestar también puede entenderse como una conciliación puntual entre clases dominantes y clases populares. El acceso universal a los derechos ya no parece tanto una garantía democrática, sino un pacto de pacificación temporal que duró hasta que se intensificaron los ciclos de acumulación por desposesión y el disciplinamiento del trabajo.
Pero las instituciones no son una ventanilla fija a la que pedir cosas. Las instituciones son el producto de luchas sociales que, dependiendo de quien gane, pueden tener planes diferentes en momentos o territorios concretos. Como el capital, el Estado es el producto de una relación social, una relación conflictiva entre intereses de clase contrapuestos. Lo que puede garantizar la redistribución y el control democrático de la riqueza producida colectivamente es el diseño de instituciones (sindicales, públicas, comunitarias, público-comunitarias) en diferentes escalas territoriales cuyos principios democráticos pongan la cooperación a funcionar para el beneficio colectivo. Lo que necesitamos es una nueva carta de derechos y garantías a partir de la conquista de medios efectivos de distribución del producto social.
Negociar qué es eso del "beneficio colectivo" y cómo se garantiza siempre viene acompañado de conflictos entre intereses de clase. Y si ese es el objetivo, habrá que regular y entrar en batalla directa –con arreglo a un plan– frente a las bondades de la libre colaboración en mercados que prometen producir beneficios colectivos de manera automática. No hay que tener miedo a tener un plan. El capitalismo colaborativo ya tiene el suyo.
Fuente: Contexto y Acción