Cambiar el fondo y no la forma
Cuando se encara el trabajo en la base social, buena parte de los creadores de opinión y de los formuladores de políticas – por no decir todos – hacen agua y corren el riesgo de hacer diagnósticos o formular propuestas que se refieren a una realidad falsa.
Ya hemos sufrido – y volvemos a soportar – la teoría del derrame, que simplemente sostiene que si a los amigos les va bien, a los más pobres – a quienes se admite no conocer – también les mejorará la vida, aun cuando sea por la demanda secundaria que se genere.
Desde el campo popular lo mejor que apareció en los últimos años es el derrame inducido. Más allá de las definiciones explícitas, esto significa reconocer que el derrame tiene límites claros, aunque se impulse con fuerza el consumo interno y a eso se le debe agregar un sistema de subsidios al consumo, para los que no se integren a través del trabajo.
En el movimiento pendular al cual nos tiene acostumbrados nuestra historia, estamos ante la aparición un ciclo conservador que busca aplicar nuevamente el derrame, con componentes asistenciales que contengan el retroceso de ingreso de los sectores hasta ayer subsidiados. Enfrente, habrá reclamos de los anteriores beneficiarios del Estado de bienestar, buscando mantener sus avances relativos. Estos reclamos, previsiblemente, se irán aglutinando, a la vez que se sumarán sectores medios que perderán calidad de vida.
La dinámica del conflicto no sólo es muy dolorosa, por su carácter circular y reiterado, y por los millones de compatriotas a los que afecta, sino que además permite suponer que la única alternativa viable es la reconstrucción del Estado de bienestar, elecciones mediante.
Estamos así en una calesita trágica, que no tiene en cuenta alternativas para mejorar la condición de los humildes aparte de las ya transitadas, apalancadas en la fuerza distributiva ejercida desde el Estado.
Hay una que no es de aplicación universal, pero resulta de necesaria evaluación: la posibilidad de cambios estructurales en las cadenas de valor a las que actualmente aportan trabajo los agricultores familiares, los talleres de indumentaria, los productores de alimentos en pequeña escala, los recuperadores y recicladores de residuos urbanos, multitud de talleres y actividades de servicio. Este espacio productivo está ocupado por varios millones de personas a las cuales desde el gobierno o desde la política se las hace invisibles, por la aplicación de un nuevo axioma moderno: lo que no conozco no existe.
Todos esos escenarios tienen algo en común: Produzcan bienes finales o bienes intermedios, tienen una fuerte dependencia de quien les vende productos o de quien se los compra, que se apropia de una proporción tan alta del valor agregado por ellos, que los empuja hacia la mínima subsistencia imaginable.
La reacción/solución intentada ha sido de dos tipos:
Conseguir que el Estado brinde algún subsidio, cuando está involucrado en la cadena, como sucede con los recuperadores urbanos.
Buscar formas de vinculación directa con los consumidores, cuando se obtienen bienes finales, como en la indumentaria o en la alimentación.
La primera deja la estructura productiva como está e interpela al poder político para que otorgue las compensaciones debidas.
La segunda, por el contrario, necesita cambiar aspectos centrales de la estructura. El tallerista debe liberarse de quien le lleva las prendas cortadas para confeccionar a destajo; el agricultor debe agruparse para construir ámbitos de comercialización; y así siguiendo. Además del cambio en las relaciones de poder, los segmentos hoy más débiles deben capacitarse en tareas que nunca han realizado por su cuenta, especialmente la venta al consumidor final.
La práctica de varios años de intentos por estos senderos, marca la posibilidad de ejercitar un tercer camino, que se podría resumir así: Dejar los roles de cada cadena de valor como en la actualidad, pero reemplazar a los eslabones que hoy generan la explotación de los más débiles, por otros que asuman vocación de servicio y no vocación de extracción de valor ajeno.
En términos prácticos, esto es:
. Estructurar cadenas de indumentaria, llevando prendas a confeccionar a un taller, que en lugar de ser tomador de precios por su trabajo, tiene posibilidad de definir cuanto percibe por prenda o por hora de labor, de modo de asegurar así una retribución digna. Quien organiza la cadena, desde la provisión de la tela hasta la venta del producto final, percibe así una remuneración como un servicio y es copropietario del bien manufacturado, junto con el taller.
Lo mismo vale para quinteros que fijan el precio de su producto en campo y trabajan articulados con emprendimientos que brindan el servicio de distribución y comercialización; o toda la gama alimenticia.
Cualquier lector diría que hemos inventado el paraíso.
No es nuestra intención caer en utopías ni ingenuidades. Lo que pretendemos señalar es – por el contrario – que resulta irremediable cambiar las relaciones de poder si se espera mejorar el horizonte de los más humildes. Ese poder no es solo el de la política grande, sino también – más bien esencialmente – el poder que oprime en la relación económica cotidiana.
Y no hay una sola vía. Una organización política conciente de los desafíos del mundo actual debe ser capaz de ayudar en un tránsito liberador a quienes vienen de generaciones de despojo y postergación. Esa ayuda no es sólo en el discurso; no es en lo que llamamos “capacitación”; bien puede ser asumiendo roles concretos productivos que no sean expoliadores y que recuperen la equidad en la distribución de frutos.
Estamos haciendo camino al andar. Con quinteros del Gran Buenos Aires hemos empezado este trabajo de reemplazar a los intermediarios y en poco tiempo pasaremos a una nueva fase, buscando ayudar a la mejora tecnológica. Con pequeños productores de una gama de alimentos conservados, estamos dando acceso directo al consumidor como casi nunca tuvieron y también buscaremos aportar para mayor eficiencia.
Con talleres de indumentaria, estamos terminando de dar forma a un trabajo como el descrito, que se pondrá en marcha en Moreno.
En todos los casos, se reitera, el concepto: reemplazar negocio expoliador por servicio, que sirve como fuente de recursos, pero sólo en la medida del servicio que se presta. Ese solo hecho basta para devolver dignidad a los actores actuales, que recuperan parte del valor que generan y perdían.
La propuesta tiene facetas técnicas y económicas, pero ante todo tiene un marco ideológico, que podríamos definir así: Para agregar equidad a una cadena de valor desequilibrada, no basta con diagnosticar o recomendar; hay que meterse dentro de la cadena, reemplazando los eslabones que causan el desequilibrio actual, sin mortificar con desafíos inalcanzables a quienes vienen sufriendo la postergación.
Es un trabajo que no se puede reglamentar o definir por una norma. Tiene – como dijimos – bases ideológicas y su implementación requiere miles de grupos que asuman esas bases y las ejecuten. Consumidores con conciencia política, parte de los cuales se sumen a la cadena de valor, aportando nuevos saberes y miradas respetuosas del otro.
Difícil. Muy difícil. Si no convence, sigamos como vamos.
Fuente: Instituto para la Producción Popular