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Argentina: de la desideologización a la ideología de las corporaciones

 

Más allá del discurso del gobierno del presidente argentino Mauricio Macri está la real intención de sus políticas, que al parecer apuntan sólo a beneficiar a los capitales extranjeros en desmedro de su propia ciudadanía.

El gobierno de Cambiemos que asumió en diciembre de 2015 no sólo generó cambios en la política interior de la Argentina, sino que estableció una nueva agenda de negociaciones comerciales internacionales. En palabras de la Canciller Susana Malcorra, el objetivo es “desideologizar” la política exterior argentina, para que el país pueda establecer líneas de negociación “maduras” con el mundo que “sirvan a los intereses argentinos”. De este modo, el nuevo gobierno se plantea una relación abierta con el mundo, donde no existan “antinomias”, ni blancos y negros: no es necesario elegir entre Estados Unidos y China, cuando se puede tener una relación con ambos. El objetivo final es “volver al mundo”, para mostrar que la Argentina es un país confiable.

La pregunta que subyace a este discurso es: ¿confiable para quién? En primer lugar, confiable para el capital internacional en su forma de inversión extranjera. Una de las principales preocupaciones del gobierno Cambiemos es la atracción de capital extranjero que garantice la entrada de divisas frescas al país. De hecho, Macri prometió la llegada de 20.000 millones de dólares en inversiones extranjeras para el segundo semestre de 2016.

No obstante esta promesa, parece no existir aún un plan coherente para dicha atracción de capitales, ya que el gobierno estaría oscilando actualmente en un péndulo de discusiones internas acerca de los modos de atracción de estos capitales, y qué tipo de inversiones deben ser. Por ejemplo, en febrero se creó la Agencia Nacional de Promoción de Inversiones y Comercio Internacional, conformada por Cancillería y el Ministerio de la Producción. Hasta el mes de mayo, esta Agencia no se encuentra operativa, y de hecho existen visiones encontradas en el seno del propio gobierno acerca de su utilidad y objetivos.

Además, recién cinco meses después de asumido el gobierno se nombró a una secretaria de Relaciones Económicas Internacionales, María Cristina Boldorini, quien está a cargo de la “ejecución y promoción de la política comercial en el exterior, (…) las negociaciones internacionales de naturaleza económica y comercial bilateral y multilateral, y (…) las relaciones con los organismos económicos y comerciales internacionales, regionales y subregionales”. Hasta el mes de febrero había sonado el nombre deHoracio Reyser Travers para ocupar ese cargo, quien fuera socio del mayor fondo de inversiones en América Latina, Southern Cross.

La pregunta que subyace a este discurso es: ¿confiable para quién? En primer lugar, confiable para el capital internacional en su forma de inversión extranjera.

Finalmente la elección de Boldorini, quien es diplomática de carrera, muestra un sesgo menos empresarial y más negociador de la Cancillería. Efectivamente, observando la amplia agenda planteada por el gobierno, se requerirá de mucha cintura política (y la toma de fuertes compromisos) para llegar a acuerdos. El escenario se plantea en una agenda tripartita de negociación comercial: 1) con la Unión Europea; 2) con los Estados Unidos; 3) con los países de la Alianza del Pacífico con el fin de sumarse al TPP (Trans-Pacific Partnership).

Analicemos estas agendas. Primero, las negociaciones con la Unión Europea comenzaron a fines de los años noventa, es decir que llevan cerca de 20 años. Mientras los países americanos negociaban el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), el Mercosur intentaba garantizar el acceso a los mercados europeos, especialmente para sus productos agrícolas. El problema que sobrevino, tanto para las negociaciones del ALCA como para el flanco europeo, fue la crisis planteada al interior de la Organización Mundial de Comercio (OMC) en su Ronda Ministerial de Cancún en 2003. Allí quedó en evidencia que el mundo estaba dividido en dos grandes grupos de acuerdo a una diferente forma de inserción en el capitalismo global, y con ello, en el comercio mundial: el sur productor y exportador de productos agrícolas, y el norte productor de manufacturas y bienes de capital, a la vez que exportador de capitales.

El problema que subyacía (y aún subyace) es que la especialización comercial no es del todo “libre” como lo señala la teoría del libre comercio. Los países del norte, para garantizar su gobernabilidad interna, subsidian a sus sectores agrícolas con prácticas que el comercio internacional considera poco leales. Esta realidad marca que aún hoy la negociación Mercosur-Unión Europea no será tan simple, ya que el Mercosur pretende acceso a mercados del norte para su productos agrícolas, lo cual implicaría que los europeos reduzcan sustancialmente los subsidios a sus propios productores agrícolas[1]. El problema, entonces, es político, no meramente comercial.

Asimismo, la llegada a la Argentina del Presidente norteamericano Barack Obama dejó como corolario, además de numerosos acuerdos sobre seguridad y lucha contra el narcotráfico, un Acuerdo Marco en Materia de Comercio e Inversión, anunciado en conferencia de prensa. A partir de esto se conformó un grupo de trabajo que evaluará las posibilidades de liberalización del comercio bilateral a mediano plazo. Esto no implica necesariamente que se vaya a firmar un tratado comercial bilateral, pero sí muestra el interés del gobierno Macri de acercarse más al eje Estados Unidos, que hoy comanda las negociaciones del Trans-Pacific Partnership (TPP), acuerdo recientemente firmado (pero aún no ratificado) por Estados Unidos, Chile, Vietnam, Perú, Australia, Canadá, México, Nueva Zelanda, Japón, Brunei, Malasia y Singapur, todos países de la costa Pacífica.

El gobierno de Macri ha sido claro: uno de los principales objetivos estratégicos es la incorporación al TPP. El problema que aparece es que, en este caso, Argentina asumiría una negociación bilateral. La intención de Washington es contrarrestar el peso creciente de China en el comercio global, especialmente la expansión de este gigante al avanzar en el cierre de un acuerdo comercial con los países del sudeste asiático (bloque ASEAN) más India, Japón, Australia, Nueva Zelanda y Corea del Sur (acuerdo llamado Regional Comprehensive Economic Partnership). El presidente Obama lo manifestó recientemente: este acuerdo megarregional asiático conlleva un peligro para el empleo norteamericano. Por eso, tiene que ser EEUU y no China quien ponga el ritmo al comercio mundial.

En ese contexto, el gobierno de Macri ha sido claro: uno de los principales objetivos estratégicos es la incorporación al TPP. El problema que aparece es que, en este caso, Argentina asumiría una negociación bilateral. Recientemente, el Frente Amplio uruguayo se manifestó en contra de las negociaciones del TPP, al menos como modo de presionar al gobierno de su mismo color político para que no se sume a esa negociación. Entonces, la Argentina estaría sola, al menos por ahora, en las negociaciones con el bloque Pacífico. Pero, ¿qué sucede entonces con la pertenencia de Argentina al bloque del Mercosur? Las nuevas negociaciones comerciales del gobierno conllevarían la flexibilización de las pautas que hoy conforman el Mercosur, permitiendo a los miembros negociar acuerdos por fuera del bloque. Esto implica revisar la resolución 32/00 del Mercosur, que establece que los países miembros deben negociar en conjunto con terceros países o bloques. Tal flexibilización volvería virtualmente imposible la profundización de la integración económica regional vía Mercosur, con lo que el camino del “cortarse solo” haría que caiga sobre la Argentina parte del peso de la detención de la integración regional, que ya lleva un cuarto de siglo.

Asegurar mercados a cambio de compromisos extra-comerciales

El objetivo de la nueva política comercial argentina sería la diversificación de los mercados de exportación. En los últimos años, debido al crecimiento de los precios de las commodities, el mercado chino apareció como el principal comprador de la Argentina, especialmente de porotos de soja. Pero frente a una caída del precio de las commodities, el caudal recaudador del Estado se vio afectado, mostrando la fragilidad de un sistema basado en la exportación centrada en un solo país. Asimismo, la relación de dependencia establecida con China pone a la Argentina frente al desafío del mediano plazo: ¿qué sucedería si (y cuando) China desarrolla(e) su propia producción sojera, o si establece relaciones comerciales más duraderas con otros países competidores de la Argentina?

Efectivamente, la Argentina compite especialmente con otros dos países en la exportación de porotos de soja: Estados Unidos y Brasil. De hecho, la compra por parte de China de este producto se ha acrecentado con respecto a Brasil y ha caído con respecto al producto argentino. Esto refleja otro problema actual en la región latinoamericana: se genera una competencia entre los países por la colocación de sus producciones, principalmente de materias primas y commodities, a los mercados internacionales. Hoy, este es el resultado más visible de la política del libre comercio en la región: la acentuación de la competencia en lugar de la complementariedad[2]. Esto implica una “carrera hacia el fondo” (race-to-the-bottom), donde los países negocian con las potencias compradoras individualmente, de espaldas a sus otrora aliados políticos y económicos. Para lograr acceder a los mercados compradores, los países reducen sus aranceles de importación de bienes de consumo y flexibilizan legislaciones internas, a la vez que firman tratados con los principales compradores con el objetivo de garantizar un acceso preferencial a sus mercados.

La competencia establecida entre países que anteriormente fueran socios fue notoria con la adhesión de Ecuador al Acuerdo de Asociación con la Unión Europea que ya habían firmado Colombia y Perú, todos miembros de la Comunidad Andina de Naciones. Ecuador, que había tenido fuertes críticas a la política del libre comercio en la época de la negociación del ALCA, aceptó entrar en el acuerdo a cambio de no perder acceso al mercado europeo, especialmente para su producto estrella: el banano[3], que compite en producción con los otros dos países. El 2014, año en que se terminaba su acceso preferencial al mercado europeo establecido en el Sistema General de Preferencias (SGP), fue cuando Ecuador firmó el acuerdo.

Esto muestra el uso político que ciertos países dan a los instrumentos del comercio internacional, incluso los más longevos como el Sistema General de Preferencias (SGP)[4]. Otrora pensado como un modo de asegurar el acceso de los países menos desarrollados a los mercados del norte, actualmente esta institución es utilizada como modo de chantaje por los países mejor ubicados en la estructura comercial global.

Nuevamente, el caso de Ecuador nos da un indicio de esta práctica. En el año 2009 Ecuador se retiró del Centro Internacional de Arreglo de Diferencias sobre Inversiones (CIADI) y a partir del año 2013 emprendió la revisión de todo el andamiaje de protección de las inversiones extranjeras. Esto generó una rápida respuesta por parte de la Comisión Europea, que amenazó con el retiro de Ecuador del SGP si el país avanzaba en la denuncia de los tratados de inversión con los países europeos (que ya habían sido usados por empresas europeas para demandar al país en tribunales arbitrales internacionales, como las petroleras Perenco y Burlington). Esta respuesta resultó aleccionadora, ya que logró torcer el brazo a un gobierno díscolo en materia de política de apertura comercial.

Las implicancias de los TLC (o acerca de los derechos de las corporaciones)

Entonces, ¿qué implica en concreto la agenda de liberalización comercial planteada por el gobierno de Macri? En primer lugar, implica que la Argentina entraría en la lógica de los tratados comerciales que poco tienen de comercio, pero sí mucho de negocio empresarial. Los TLC no son meros acuerdos sobre aranceles, ya que incluyen además temáticas tan sensibles como la propiedad intelectual (patentes de medicamentos, semillas, software, etc.), los servicios (donde quedan incluidos salud y educación), las compras públicas, las telecomunicaciones, la agricultura, las inversiones y, como frutilla del postre, las cláusulas que otorgan la posibilidad a los inversores extranjeros de demandar al país en tribunales arbitrales extranjeros como el CIADI. Estos temas son conocidos como “los nuevos temas comerciales”, incluidos en la Ronda Uruguay en los años ochenta, y luego plasmados en las diferentes áreas de negociación de la OMC, siempre con el objetivo de avanzar en la liberalización progresiva.

Hagamos un paréntesis. Aquí hablamos de libre comercio, de liberalización. Pero, ¿qué significado tiene el término “libre” en este contexto? La progresiva libertad comercial es la aceleración de la crisis de la función reguladora de los Estados. Dicha función era parte esencial de los Estados de bienestar en la segunda posguerra, cuando la intervención estatal mantenía altos los aranceles para la importación, lo cual permitió la tendencia al pleno empleo, desarrollando el “compre nacional”, a la vez que la idea de una “burguesía nacional”. Pero parte de esta función fue puesta en crisis en los años sesenta, cuando estalló la insubordinación social, y cayó la tasa de ganancia de los capitalistas. El resultado fue la internacionalización de la economía, junto con la constitución de empresas-red (transnacionales) que relocalizan, a la vez que subcontratan, gran parte de su sistema productivo. De este modo, hablar hoy de liberalización del comercio significa en realidad hacer referencia a los movimientos que hacen las propias empresas a través de las fronteras[5], acrecentando su ganancia al ahorrar en el costo de la mano de obra mediante la relocalización. De este modo, hoy el “libre comercio” es sinónimo de una amplia agenda de acuerdos donde se le otorga todo el poder a las grandes corporaciones que tienen potencial para exportar capital, mientras se reconfiguran las funciones de los Estados.

En segundo lugar, la firma de TLC implica para la Argentina la profundización de las concesiones que el país ya viene otorgando a los inversores extranjeros en el paquete de 58 tratados bilaterales de inversión (TBI) firmados en los años noventa. Estos tratados son considerados por las corporaciones y sus agencias de lobby como la piedra basal para el otorgamiento de la “seguridad jurídica” que exigen para sus capitales. Pero las cláusulas de estos TBI son tan amplias que conllevan la posibilidad de una interpretación parcial e incluso tendenciosa por parte de los tribunales arbitrales que se constituyen para solucionar controversias vinculadas a la inversión (como el CIADI). Esta estructura de protección no fue modificada por los gobiernos kirchneristas, los cuales incluso aprovecharon este andamiaje para mostrar externamente una imagen de país que protege las inversiones extranjeras, en especial en el sector extractivo (petróleo, litio, oro, pulpa de celulosa, etc.)[6]. El gobierno de Cambiemos viene a profundizar esta estructura de protecciones, sin revisar siquiera las consecuencias que estos tratados han tenido. Por empezar, la presentación de más de 35 demandas contra el país en el CIADI por parte de empresas, especialmente europeas, después de la devaluación del peso en 2002. Sin una evaluación real del impacto que hasta ahora ha tenido la protección de las inversiones mediante los TBI (tipo de inversiones que llegaron, si se produjo transferencia de tecnología, qué impacto tuvieron sobre el empleo local, sobre el medioambiente, sobre las comunidades, etc.), la firma de TLC parece ser más bien “un acto de fe” en la benevolencia del mercado antes que una política orientada hacia el bienestar de la población y la protección del medioambiente.

En segundo lugar, la firma de TLC implica para la Argentina la profundización de las concesiones que el país ya viene otorgando a los inversores extranjeros en el paquete de 58 tratados bilaterales de inversión (TBI) firmados en los años noventa.

En tercer lugar, los tres escenarios de TLC propuestos implican un cierre temporal de las discusiones sobre alternativas de integración regional. La victoria de Cambiemos en Argentina, y el reposicionamiento de los partidos de derecha en la región, ponen en jaque a los gobiernos “progresistas” y muestran los límites de sus propuestas de cambio-a-medias. Pero el problema más profundo que esta nueva oleada representa es la crisis terminal de un modo de expresión política del ciclo de luchas de fines de los noventa y principios de este siglo, ese que había dado nacimiento a los progresismos latinoamericanos. Esto no significa que hoy “volvamos a los noventa”, sino que se cristaliza la constitución de un escenario aún más crudo: la reconstrucción de los partidos abiertamente de derecha sobre el cadáver del sueño de otra integración posible, sobre las alternativas, aquellas plasmadas, aunque imperfectamente, en el proyecto ALBA y en la idea de un americanismo autónomo.

Asimismo, lo que la nueva agenda de política exterior muestra es que los términos de la discusión han cambiado. La crudeza de la concentración e internacionalización del capital de los últimos cuarenta años muestran que no se puede hoy aspirar a la constitución de nuevos Estados de bienestar que cierren las fronteras en pos del “compre nacional”, ya que la reconfiguración de la relación capital-trabajo del periodo neoliberal, claramente en favor del capital, ha sido profunda en todos los ámbitos sociales, no sólo el económico y político. Queda en las organizaciones sociales y políticas, así como en la academia, pensar las alternativas desde el nuevo contexto de apertura comercial, poniendo en el centro del análisis los peligros que este tipo de relación económica con el mundo pueden significar para la vida humana y el medio ambiente. La discusión entonces no puede reproducir ciegamente viejas fórmulas que tenían que ver con viejos pactos de gobernabilidad (o más crudamente, con la paz de clases). El nuevo contexto, las nuevas agendas, nos proponen la urgencia de pensar no desde la óptica de los Estados, sino desde la crítica de lo existente.

Referencias [1] Recientemente, 13 de los 28 países de la Unión Europea se manifestaron en contra de la apertura de la cuota de productos agrícolas para los países del Mercosur. Francia se ha convertido, nuevamente, en el portavoz de los paysannes en Europa. [2] Por ejemplo, Chile, Perú, México y Colombia ya han firmado tratados de libre comercio bilaterales con países económicamente diversos como China, Corea del Sur, Japón, Estados Unidos y la Unión Europea. [3] En pocos años Ecuador pasó de tener un 33% del mercado europeo del banano, a un 27%. Esto fue debido a las desventajas arancelarias frente a la fruta de otros países como Colombia, Costa Rica y Perú que alcanzaron acuerdos comerciales. [4] El Sistema General de Preferencias (SGP) nació en los años setenta, cuando la apertura y crecimiento del comercio mundial ya eran un hecho. En ese momento el GATT, precursor de la OMC, permitió que algunos países establecieran este sistema de preferencias que implicaba la exención del principio de Trato de Nación Más Favorecida del sistema multilateral para poder beneficiar especialmente a los países en desarrollo, siempre que ese trato fuera aplicado de modo no discriminatorio frente a terceros. [5] Por ejemplo, en el caso del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) entre Estados Unidos, México y Canadá, las importaciones de EE.UU. desde México crecieron un 229% entre 1993 y 2001, mientras que las exportaciones del primero hacia el segundo sólo crecieron un 144% en este período. Sin embargo, los números son engañosos. Una gran proporción de las exportaciones norteamericanas a México es de partes y componentes que son embarcados hacia México para su ensamblaje, nunca entran en la economía doméstica mexicana, pero regresan a EE.UU. para ser vendidos como bienes terminados. Estas exportaciones de turistas industriales representaban en 1999 más de un 60% de todas las exportaciones a México. [6] Durante los gobiernos de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández de Kirchner se presentaron en el Congreso de la Nación al menos cuatro proyectos de ley (desde diversas fuerzas políticas) para el retiro de la Argentina del CIADI y la denuncia de los TBI. Sin embargo, ninguno de estos fue siquiera tratado en comisión.

Fuente: Nodal Economía

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