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Sustentable, palabra a disputar

 

A medida que el mundo se ha ido unificando, una cantidad de temas vinculados a las identidades nacionales ha quedado en segundo plano. Hoy, para las grandes mayorías los temas que remiten a la idea de Nación son sólo un puñado, mezcla de cuestiones de soberanía, de orgullo deportivo o de cultura.

 

Las consignas antiimperialistas o, ni siquiera, postulados como la liberación nacional, no forman parten del discurso de casi ninguna fracción de la dirigencia política. Cuando se habla del efecto de las corporaciones multinacionales en un ámbito nacional, muchos llegan a destacar los posibles efectos negativos, pero simultáneamente aparecen apasionadas discusiones sobre los mejores métodos para convocar sus inversiones.

Se trata de un movimiento lento pero persistente para asumirnos todos como ciudadanos de un mundo gobernado por grupos financieros y de producción cada vez más poderosos, cuyos objetivos – y por supuesto sus decisiones – nos marcan la vida de la cuna a la tumba, como pretendía aquel político que fuera Primer Ministro inglés en la posguerra.

Lo único que queda fuera de ese esquema es la naturaleza, a la cual metemos en la ecuación, pero que tiene sus propias reglas. Los humanos nos adaptamos, nos resignamos o reclamamos. Al aparecer perturbaciones externas, los ecosistemas evolucionan de diversas formas, entre las que la desaparición de algunos o muchos de sus componentes es una posibilidad cierta.

En esa marcha hacia un mundo pretendidamente uniforme, regulado por los dueños de trillones, surgió entonces la palabra sustentable.

El término nace con un contenido estrictamente ambiental. Señala que ante la acumulación de daños al planeta de todo tipo, producto de la avaricia y también de su contracara, la desesperación y el hambre, los proyectos deben pasar a pensarse en entornos que aseguren que las generaciones futuras los podrán seguir ejecutando.

Sin embargo, a medida que el tema se va instalando en la agenda común, resulta evidente una contradicción básica. Para que nuestros hijos puedan continuar con lo que nosotros hagamos hoy, no sólo deben evitarse daños al planeta, sino también a nosotros o a nuestros hijos.

Los congresos y compromisos sobre cambio climático se suceden. También crece exponencialmente el diseño – por supuesto liderado por las grandes empresas – de productos cuyos componentes serán más fáciles de reciclar cuando el uso del bien se agote. Pero ninguna evaluación se da en esos ámbitos sobre la sustentabilidad de sociedades donde el 1% de los individuos ya llega a disponer de la mitad de los ingresos totales o – más serio aún – donde más del 30% de la población no satisface sus necesidades básicas.

Debemos discutir la sustentabilidad física del planeta, por supuesto. Pero por encima de ella – como condición necesaria en realidad – debemos entender cómo garantizar la sustentabilidad social, entendida como el acceso universal a una calidad de vida digna. Esta de ninguna manera está garantizada, ni por la inercia del sistema vigente, ni tampoco por las correcciones que postulan los líderes políticos mundiales que se presentan como renovadores.

Plantear la acumulación de capital como el factor económico decisivo, ha generado el crecimiento, pero también la atroz injusticia del mundo en que vivimos. ¿Por qué imaginar que seguir en la misma línea o aún incentivar el esfuerzo mejorará la situación de los millones de perjudicados?

Los grupos políticos con mayor sensibilidad social cuestionan los resultados, pero curiosamente no lo hacen con la causa básica. Proponen controlar la apropiación de renta por parte de los poderosos, sea por discusiones salariales favorables a los trabajadores o por técnicas impositivas; proponen que el Estado se haga cargo de determinadas actividades; proponen que se subsidie a los menos aventajados, sea en el consumo de bienes o en el transporte o la energía. Sin embargo, no proponen construir escenarios donde la búsqueda de acumulación de capital no sea el tractor del desarrollo. Ni amplios ni restringidos; ni siquiera experimentales o de laboratorio social.

Podrían hacerlo. Porque es relativamente fácil establecer una división primaria entre los bienes y servicios esencialmente para una vida decente y aquellos que agregan confort, pero cuyo cambio estructural podría ser postergado hasta que se alcancen otros niveles de conciencia del serio problema que afecta a la humanidad.

Comer, vestirse, disponer de una vivienda, contar con energía, transporte, comunicaciones, saneamiento ambiental, configura un paquete básico de necesidades humanas.

La inmensa mayoría – aquellos que sufrieron o sufren su ausencia o temen eso de manera concreta – fácilmente podría desear que se coloque ese grupo fuera del marco de los negocios capitalistas, para pensar su provisión de otra manera. Organizaciones sociales que atiendan esas necesidades y cuya existencia misma se deba a esa atención, podrían ser retribuidas debidamente, como alguna vez resultó natural sostener al correo o al sistema hospitalario, cuando eran las maneras universales de vincularse a distancia o de cuidar la salud.

Nadie discutía a aquel correo o a aquel hospital. Eran engranajes obvios de la organización comunitaria.

La sociedad moderna no ha podido evitar que los valores del capitalismo concentrado infecten las organizaciones públicas y generen problemas serios de corrupción en la administración del dinero público, tan graves que se tiende a pensar que son irremediables. No creemos lo mismo, pero no elegiríamos ese camino para atender las necesidades básicas de los compatriotas.

Preferimos creer en los propios compatriotas. O sea en lo que llamamos producción popular. Es la producción de bienes y servicios con el fin de atender necesidades comunitarias, donde la relación entre productor y consumidor es lo más estrecha posible. En esa tarea se lucha – como si fuera el virus de una enfermedad – contra toda tendencia a apropiarse del valor agregado por otro eslabón de la cadena productiva necesaria para ir de la tierra o de una materia prima a un bien útil para un consumidor.

Aplicando esos principios básicos, se busca reconfigurar todas las cadenas para que nadie genere un ingreso solo con dinero. Los intermediarios ociosos deben desaparecer. Los mismos bancos deben evitarse.

Eso lleva a sumar nuevos actores productivos a los que conocemos.

Los alimentos podrán llegar desde productores familiares u organizaciones que entiendan el problema de esta manera. La indumentaria desde cooperativas o empresas familiares. La energía, aprovechando las nuevas tecnologías, desde los techos de las viviendas, con redes cooperativas de distribución. Y así siguiendo.

También la financiación de la producción popular requerirá análisis profundos de variantes, con posible participación de los consumidores en la tarea.

Hasta la salud o la educación popular no deben ser frases retóricas. Tienen un fundamento y un desarrollo a la vista, si se entiende que se busca satisfacer necesidades, en lugar de acumular capital por algunos a cambio del servicio.

No se busca competir con el capitalismo concentrado. Se busca superarlo, construyendo ámbitos independientes, que vayan creciendo y fortaleciéndose, a medida que la conciencia colectiva los identifique como imprescindibles.

La dirigencia política que lo entienda, por supuesto podrá ayudar enormemente dando fuerza institucional a los nuevos ámbitos.

La sustentabilidad será entonces una palabra nuestra. Además de cuidar el planeta, aprenderemos entre todos a cuidar a sus habitantes.

Fuente: Instituto para la Producción Popular

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