Argentina: las corporaciones alimenticias van a la escuela
Una ONG financiada por corporaciones de la industria alimentaria realiza investigaciones en escuelas públicas, con aval oficial, para indagar los hábitos infantiles con relación a la comida. Y para colmo, el Estado le paga a esa organización, llamada ILSI.
Soledad Barruti muestra cómo un grupo de padres de una escuela de Boedo desnudó la situación y mantuvo una reunión inesperada y reveladora con funcionarios del programa Mi Escuela Saludable como Cecilia Antún.
El contexto: el 40 % de los chicos en edad escolar sufre obesidad o sobrepeso por una alimentación industrial basada en azúcar, grasa, sal y aditivos, que engorda sin nutrir. Y Argentina tiene el porcentaje récord en la región de obsesos menores de cinco años, según la OMS. Las trampas y engaños con respecto a cómo encarar ese problema. La opinión de Florencia Gentile, del Consejo de Derechos de los Niños y de María Luisa Ageitos, ex directora de la Sociedad de Pediatría Argentina y del programa de Salud de Unicef.
En Argentina tenemos, además de todo, este serio problema: el 40 por ciento de los chicos en edad escolar es parte de la epidemia de sobrepeso y obesidad que tacleó al mundo. La Organización Mundial de la Salud estableció que desde 2010 nuestro país presenta el porcentaje récord de la región de obesos menores de cinco años, un 7,9 por ciento. No se trata de un problema de kilos de más sino de niños a los que se les detonan demasiado pronto enfermedades como diabetes tipo 2, hipertensión, hígado graso. Síndrome metabólico, con peligro de muerte. Patologías que nunca se vieron en la infancia y que tienen en alerta roja al mundo entero: sus industrias, organismos de salud, ciencia, educadores, padres y madres, y ellos mismos que no encuentran respuestas claras.
Algo parecido a lo que ocurrió cuando la gente andaba escupiendo sus pulmones de a pedazos mientras hombres vestidos de blanco recomendaban por tele Marlboro y Camel, versión light en el mejor de los casos.
Debieron pasar 20 años para que los organismos que velan por la salud de todos dijeran: fumar mata. Y con la alimentación está resultando más difícil todavía. De hecho el asunto parece hace un tiempo estancado en dirimir el porqué de la desgracia, con dos hipótesis en disputa.
1. Los alimentos ultraprocesados sin fibra ni nutrientes naturales, y altos en azúcar, grasas y sal, más aditivos, cambiaron el patrón alimentario a uno que engorda sin nutrir ni satisfacer las demandas biológicas que equilibran al organismo. No se trata solo del furor de los kioscos; el problema es que en las casas, comedores y muchos restaurantes, se pasó de ofrecer alimentos elaborados a partir de ingredientes frescos o mínimamente procesados, a abrir cajas, latas y paquetes con frecuencia diaria. La excepción hoy es comer comida de verdad. Y cuando se cocina no hay verduras, frutas y cereales integrales; solo hay polenta, arroz, pollo, harinas, papa. Comidas refinadas que se maridan con bebidas de 50 gramos de azúcar. Cuanto más aumenta el consumo de productos ultraprocesados más aumenta el índice de masa corporal de la población: eso describe un documento de 2015 de la Organización Panamericana de la Salud. No se trata de calorías de más, sino de que esas calorías vienen en forma de dietas metabólicamente complicadas para estos cuerpos que somos.
2. Hay un desbalance energético: los niños se mueven menos y comen más. Si 600 calorías vienen en formato guiso de lentejas, o Big Mac, no hay diferencia. El problema es que “para quemarlo” la gente ni salta, ni corre tras una pelota como antes. La solución, según esta hipótesis, sería aumentar el ejercicio y moderarse con las comidas pero teniendo en cuenta que “todo –también una Coca y un Big Mac- pueden ser parte de una dieta equilibrada”.
Las dos líneas no son parejas en recursos para investigaciones ni en difusión. De hecho es la 2. la que va ganando en los medios, los consultorios y -lo principal- la creación de políticas públicas. Y eso sucede no porque científicamente hablando resulte más convincente que la 1., sino porque, ¿qué puede ser más conveniente para el sector que la patrocina (la industria) que comprobar que el problema no es culpa de la comida de hoy sino de la play station?
“Si todos los consumidores hicieran ejercicio el problema de la obesidad no existiría”, dijo la CEO de Pepsi Indra Nooyi, un tiempo antes de que su competencia saliera en la tapa de los diarios acusada de promover con estrategias nada transparentes eso mismo. Incluso financiaban un instituto de investigación dedicado a convalidar con estudios esa teoría: La Red Global del Balance Energético.
No es una estrategia nueva ni potestad de Coca Cola: la industria alimentaria viene siguiendo hace rato el camino que inauguraron las tabacaleras. Lo hacen en los medios, contratando famosos, en los espectáculos deportivos, saturando todo con un único mensaje: la felicidad que da comérselos y tomárselos. Y también desde las sombras colándose entre presidentes y más allá. “Los esfuerzos que hace la industria por influir en las recomendaciones nutricionales al público, y establecer una imagen de sus productos como nutritivos va más allá de hacer lobby en el Congreso y en las agencias de gobierno. Van directo al corazón de la nutrición como una profesión. Cooptan expertos –especialmente académicos- en una explícita estrategia corporativa”, escribió la nutricionista, investigadora y profesora Marion Nestle en Política Alimentaria (Food Politics): 500 páginas del House of Cards de la comida.
Hay lobbys de los más diversos, pero el más efectivo es el que hacen en ese microcentro que cohabitan universidades, laboratorios, investigadores privados y públicos, sociedades científicas ídem. Es tanto el dinero invertido, tan aceitado el circuito de patrocinio, que no hay sociedad (de nutrición, del corazón, de pediatría, de osteoporosis) que no asuma que sin sponsors no tendrían sobrevida. Y viceversa: hay sociedades que no son más que una forma de articular campañas revestidas de ciencia que encontraron las grandes marcas para consolidar sus ideas. Y además han creado sus propias alianzas e institutos. La Red Global del Balance Energético, de Coca Cola, es uno. El Instituto Internacional de Ciencias de la Vida, ILSI, podría ser otro.
Con sede en Estados Unidos desde 1978, Europa, 1986 y América Latina, 1990, ILSI fue creado por Alex Malaspina cuando era vicepresidente de Coca Cola, como “una oportunidad de unir a la industria alimentaria y llevar adelante investigaciones”. En su filial argentina –en el edificio de la Sociedad Científica Argentina, con toda esa preciosidad de la piedra parís dándole marco- ILSI es, por orden alfabético: Basf, Bayer, Chacra Agrícola Santa Rosa, Coca Cola, Danone, Danone Nutricia, Dow Agrosciences, DSM Nutritional Products, Mondelez, Kromberg Fine Chemicals, Monsanto, Publitech Editora, Syngenta y Unilever.
“Llamemos al pan, pan, y a ILSI un grupo de lobby”, dice un reporte de 2012 del Observatorio de las Corporaciones de Europa (CEO), ONG que expone cómo operan distintos intereses que no son el bien común en el trazado de políticas para la comunidad. Allí describe cómo el ILSI ingresó a la Organización Mundial de la Salud, la FAO y la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA). Logró colocar representantes en comisiones de tabaco, pesticidas, organismos genéticamente modificados, aditivos, azúcar, sal, grasas trans, en momentos de debate clave como la toxicidad de ciertos venenos, la seguridad de los transgénicos, la inocuidad de aditivos. Y, por supuesto, la relación de los productos ultraprocesados y la obesidad. Apoyan su posición en estudios en los que sus científicos escriben cosas como: “La disminución del gasto energético y de la actividad física, y el número de horas invertidas en actividades sedentarias cumplirían un rol crítico (en la obesidad infantil)”, mientras que “el aumento de la ingesta calórica se encuentra aún más discutido y obedece a características individuales de cada región y a factores biológicos y culturales”.
Conflictos de interés
Pero de todo esto en la Escuela 26 del Distrito Sexto del barrio de Boedo no tenían ni la menor idea. Lo que a ellos –sobre todo a un padre- les sonó mal fue el pedido de consentimiento para pesar, medir e interrogar a sus hijos. La nota explicaba que sería para un estudio comparativo, de impacto en el marco del programa Mi Escuela Saludable, al que la institución había ingresado ese año. “Para esto, un grupo de licenciadas en Nutrición pertenecientes a la Dirección General de Desarrollo Saludable y el ILSI concurrirán a la escuela para hacer las evaluaciones (…). Además los niños que deseen podrán usar en la jornada escolar un acelerómetro”.
A Eduardo Chávez Molina, vicepresidente de la cooperadora de la escuela de sus hijos, sociólogo e investigador del Instituto Gino Germani de la UBA, la nota le resultó extrañísima. ¿Qué era ILSI y cómo lograba ingresar a las escuelas públicas con lo complicado que es eso? Recordó la negativa del gobierno porteño en 2007 cuando Unicef, INADI y la UBA habían propuesto un estudio sobre violencia y discriminación en las escuelas. Fue imposible. Repasó la lista de universidades, hospitales, equipos que podrían hacer el estudio. Al investigar por Internet, el asunto le resultó más grave aun. Formaban ILSI empresas de la industria alimentaria, y otras de la agroindustria. Buscó a cada una y encontró a las que estudian transgénesis sobre plantas y animales, plaguicidas, fertilizantes. Era sábado y Molina entendió que lo mejor era compartir estas cuestiones: usó Facebook. “He recibido primero con curiosidad, luego sorpresa, para pasar al estupor/indignación, el pedido solicitado en el cuaderno de comunicaciones del día viernes…”.
El estupor y la indignación, escribió Molina, surgieron cuando encontró eso que en Argentina abunda hace añares aunque se nombra bien poco: conflictos de interés.
¿Puede una institución comandada por fabricantes de alimentos altos en azúcar, grasa y sal, cuyos objetivos son siempre crecer en ventas, trabajar en proyectos orientados a mejorar la salud? ¿Para bajar de peso no es necesario primero dejar de comer los snacks y gaseosas que esas mismas empresas venden? ¿ILSI hacía una investigación en salud o un estudio de mercado? “No convalidaré esta farsa, y denuncio como un ciudadano más, la intencionalidad no transparente de la promoción de hábitos alimentarios saludables por parte de empresas alimentarias”, termina su carta.
Alimentación sin alimentos
La viralización fue en dos días.
El lunes, Cecilia Antún, directora del programa porteño Mi Escuela Saludable, le escribió a Chávez Molina y le ofreció una reunión.
“Esto no es un problema de mis hijos, esto es un problema de toda la comunidad”, le respondió.
Entonces Antún le ofreció cambiar el lugar del encuentro: se acercaría con los funcionarios al colegio; en una reunión que resultaría tan inesperada como reveladora.
El encuentro fue el 28 de abril a las 8.15 en la biblioteca. Alrededor había libros, carpetas y cartulinas. Los presentes se sentaron en ronda: unos veinte padres y madres sobre sillitas enchapadas color crema junto con la directora, el vicedirector, y los cuatro funcionarios. La que hablaba era Antún. Joven, delgada, nutricionista –lo repitió muchas veces- empleada en Ciudad desde 1999 y a cargo del programa desde que se creó en 2012.
“Nos gustaría contar cuál es la propuesta”, dijo Antún: “Crear un entorno más saludable con un trabajo educativo interdisciplinario, proponer recreos sin electrónicos para fomentar el movimiento; también incorporar frutas y verduras y una hidratación saludable”.
Pero no pudo continuar.
“Qué bueno, ¿van a comer más frutas, más verduras? ¿Van cambiar el comedor entonces?”, preguntó una madre dando pie a que el resto, superpuesto, diera su veredicto del que les resulta el problema central en la salud de sus hijos: todos pasan ocho horas ahí adentro, muchos engordaron desde que el Estado les da de comer, y otros prefieren no comer a tragarse eso que pareciera haber sido cocinado para el enemigo; sobre todo cuando tocan medallones de pollo o carne fritos (con galletas molidas y soja entre los ingredientes), ravioles rellenos de una pasta indescifrable y sodio para varios días, gelatina de edulcorante con agua, y sustituciones increíbles como mayonesa por huevo, y salsa roja cuando deberían darles tomates.
Un comedor como la mayoría, bah.
“No: el programa no puede intervenir en la comida de los comedores”, dijo Antún.
“¿Cómo van a proponer alimentación saludable cuando la alimentación institucional es trágica?”, preguntó un padre.
“Es que la comida que se da en las escuelas depende del Ministerio de Educación de Ciudad”, respondió.
“¿Y ustedes?”, se escuchó desde el fondo.
“A Vicejefatura de Gabinete”.
“Entonces este programa está por fuera de la ley”, replicó entonces otro padre, que además es abogado.
A fin de 2010 la Ciudad de Buenos Aires sancionó la ley 3704/10 para la promoción de la de alimentación saludable, variada y segura de los niños, niñas y adolescentes en edad escolar, que entró en vigencia en 2013. El texto es claro: el titular de la aplicación de los programas que involucren la comida de los niños en la escuela es el Ministerio de Educación. Inaugurar un programa por fuera de ese marco no es exactamente ilegal, pero resulta incomprensible.
Si el programa centrado en obesidad no incluye a la comida entre sus pautas, ¿entonces qué?
El programa Mi Escuela Saludable alcanza a 176 establecimientos de nivel inicial y primario, con un presupuesto que sus responsables no develan pero ejecutan haciendo publicaciones generosas: revistas, folletería, guías para maestros, animaciones de Internet; y ahora también estudios de impacto, por contratación directa.
“Nosotros decidimos destinar parte de nuestro presupuesto para hacer una evaluación del programa porque no tenemos el recurso humano ni técnico que tiene ILSI”.
“¿Son ustedes entonces los que contratan al ILSI? No entiendo”, se atragantó un padre, desconcertado.
“Sí, el gobierno elige y contrata al ILSI”, repitió Antún con seguridad. Como si no estuviera diciendo esto: que los recursos del Estado están siendo destinados con confidencialidad a una institución que nuclea a la industria alimentaria para realizar mediciones que corresponden al Ministerio de Salud en un ámbito que pertenece a Educación y pagamos los ciudadanos todos.
“Ponen al zorro a cargo del gallinero y encima le pagan: son un chiste”, gritó otro.
Contradicciones
La situación de puertas abiertas de las escuelas argentinas para el ILSI no es potestad de este gobierno. Desde 2005 se han hecho al menos dos estudios, uno sobre escuelas del área metropolitana, y otro en escuelas pobres de Rosario, que no queda claro si fueron por iniciativa de ILSI o a pedido de organismos de gobierno con fondos públicos. Además el Instituto tiene el programa ¡SALTEN! que funcionó en escuelas de Morón entre 2013 y 2014.
Que el acuerdo entre el Estado y esta organización como evaluadores de niños de escuelas públicas no es adecuado, no solo es una apreciación de ese grupo de padres. A raíz de este caso, en la Legislatura, miembros del Consejo de Derechos de los Niños hicieron un pedido de informe en el que interrogaron a los responsables sobre ese punto: por qué ILSI, y si ILSI está inscripta dentro del registro de oenegés que tiene ese organismo.
“Esto es muy importante”, explica Florencia Gentile, miembro del Consejo. “Por ley las oenegés tienen que estar inscriptas y ser supervisadas a fin de establecer que trabajan con niños, que son inocuas, que respetan sus derechos; que saben hacerlo”.
Mientras el pedido sigue en curso, distintas fuentes oficiales aseguran que ILSI no es parte de ese registro.
Los protocolos para investigaciones con niños son especialmente rigurosos porque son considerados una población vulnerable. Dentro de la escuela, además, son tomados como grupos cautivos. “Por eso se extreman los recaudos éticos”, dice la pediatra María Luisa Ageitos, que dirigió la Sociedad de Pediatría Argentina y el programa de Salud de Unicef. “Para pesar a los chicos los desvestís. Eso es muy delicado, más cuando están en etapa prepuberal. Por eso deben ser los servicios de salud los que hacen las evaluaciones. Como cuando se toman pesos y tallas para las libretas sanitarias: son todos datos que ya existen”.
En la reunión con Antún, una madre citó ese argumento: “Los datos de los chicos los tiene el Estado, pero es el ILSI el que los necesita”, dijo por lo bajo. “Demasiada hipocresía”, sentenció antes de irse.
Chávez Molina, aprovechó su turno y preguntó: “¿Hay algún comité de ética que esté aprobando este asunto?”.
“El Comité de Ética de la Sociedad Médica Argentina está en proceso de evaluación”, contestó Antún.
“¿No está aprobado? No se puede implementar entonces”, argumentó alguien.
“Es todo muy poco claro. ¿Cómo se llega a ILSI? ¿Cómo se hizo este proceso?”, preguntó una madre.
“Como gobierno, tenemos la posibilidad de elegir directamente. Teníamos conocimiento de todo lo que están exponiendo y sabemos que ese es un punto en contra, pero en el ILSI trabaja la doctora Irina Kovalskys, una referente con experiencia para evaluar programas de educación alimentaria”.
Irina Kovalskys es médica pediatra, hija de Carmen Mazza (ex jefa del Garrahan), parte de ILSI y fue quien tuvo a su cargo los dos estudios anteriores que hizo el Instituto sobre niños de escuelas públicas. Luego del revuelo por la reunión, respondió un mail donde aseguraba estar en un congreso médico sin conexión, y reenvió la preguntas a la oenegé.
¿Cuál es el interés de ILSI en estas investigaciones? (qué hipótesis persiguen, qué intervenciones realizan, para qué utilizan los estudios).
Respuesta: “ILSI tiene una misión compartida con todas las filiales e institutos del mundo: poner el conocimiento científico de alta calidad al servicio de mejorar la salud humana en áreas vinculadas a la nutrición y al medio ambiente. (…) La información recabada es siempre pública y permanece accesible y es compartida con profesionales que pueden utilizarla. Esto es parte de nuestra política de datos abiertos”.
Cuando publicaron la investigación de 2007 sobre niños de entre 10 y 11 años de escuelas de Capital y Gran Buenos Aires incluyeron además un video de libre acceso en el que se ven niños a cara descubierta siendo medidos, pesados, encuestados.
“Quiero que me cuentes desde que te levantaste hasta que te acostaste a la noche todo lo que comiste”, le dice una mujer de delantal blanco a una nena de flequillo grueso y ojos tímidos que relata que consumió arroz, gelatina, chizitos, golosinas, Coca Cola, y que pronto su padre va a anotarla en danza árabe.
En el video también se ve el famoso acelerómetro: un artefacto cuadrado que se cuelga en la cintura para medir cuánto se mueven los niños. A los padres de la escuela de Boedo les resultó polémico, Antún explicó que era un dispositivo esencial en este trabajo. Un especialista en obesidad que prefirió mantener su identidad en reserva, informó a MU: “Sirve para medir el movimiento y no el gasto calórico. Lo trajeron en un congreso y nos lo quisieron vender a todos los que trabajamos en obesidad pero no tiene ningún sentido desde lo experimental: es casi una curiosidad. Además es molesto eso de andar con un aparato colgando, más para los chicos”.
¿Cuál fue el comité de ética que aprobó ese proyecto? No encontré referencias, pregunté a ILSI.
“La aprobación la realiza un comité independiente local y es siempre confidencial”, respondieron desde la oenegé.
“En las publicaciones serias debe figurar publicado el comité de ética que aprobó el estudio y cuáles son los conflictos de interés si es que los hubiera”, explicó Ageitos.
Volviendo a la privacidad vulnerada, ante los padres enfurecidos por hacer de un día para el otro lo que nadie hace nunca –buscar información-, y las evidentes y curiosas incoherencias entre lo que dicen ILSI y el gobierno, los responsables del programa aseguran que “los datos recabados por ILSI en este estudio van a ser confidenciales, ILSI no va a tener acceso a ellos, ni va a utilizarlos de ninguna manera”. Sin embargo en sus lineamientos de investigación publicados en 2009, ILSI asegura que “antes del comienzo de los estudios debe haber un acuerdo escrito que indique que el equipo de investigación tiene la libertad y la obligación de tratar de publicar los resultados dentro de algún plazo de tiempo determinado”.
“Nosotros queremos comunicar que acá no hay nada oscuro”, dicen dos funcionarias de Mi Escuela Saludable desde el flamante edificio que aloja las oficinas del Gabinete porteño en Parque Patricios. Fue una semana después de la reunión de la escuela: un encuentro en el marco de una entrevista que aceptaron pero enfrentaron de la manera más rara: grabando ellas la conversación y exigiendo, grabador de por medio, el off the record. “Nuestra intención es evaluar una política pública de un modo científico, para poner este tema en agenda”, repitieron una y otra vez.
La batalla del movimiento
“Aquí está mi concepto”, escribía el profesor Hill de la Red de Balance Energético a una funcionaria de Coca Cola en los mails desclasificados en 2015. “Creo que debemos ofrecer una sólida justificación a por qué una empresa que vende agua azucarada se centra en promover la actividad física. Consistiría en un estudio muy largo y caro pero podría cambiar el panorama. Tenemos que hacer ese estudio”.
“Es obvio que lo que quieren decirnos es que no importa lo que los pibes comen, que por ahí no pasa lo saludable. Que sigan tomando Coca Cola, que no hay problema”, dijo una de las madres en la biblioteca de la escuela de Boedo a los gritos esa mañana de abril. Aunque nunca haya leído sobre el escándalo con la refresquera, aunque no haya aparecido ninguna desclasificación de documentos entre ILSI y sus científicos, todo se volvió evidente para padres y madres.
“Como funcionaria que debieras defender lo público, ¿no creés que esto está mal? De corazón te lo pregunto”, planteó una madre a Cecilia Antún cuando el encuentro estaba terminando. “Soy nutricionista y todas las instituciones científicas –la Sociedad Argentina de Nutrición, la de Dietética, la de Nutricionistas, la Escuela de Nutrición- trabajan con financiamiento de la industria alimentaria. Creo que hay que trabajar con la industria, no en contra. ¿Cómo? ¿Para favorecerlos o indiscriminadamente darles datos? No. Para asesorar, exigir que mejoren la calidad, generando leyes que ayuden a fiscalizar. Aunque desde el programa fomentamos la alimentación casera con productos naturales, no prohibimos los industrializados porque sería como decir: no queda nada para comer”.
Es interesante escuchar eso: hasta qué punto quienes tienen en sus manos la posibilidad de mejorar los hábitos alimentarios de la población en nuestro país aseguran que la oferta de la industria alimentaria es el único camino posible. Con esa convicción se elige a ILSI como socio estratégico, se lo lleva a medir a los niños, se les paga por hacer estadísticas y encuestas, y se diseñan nuestras políticas públicas.
En Argentina, lo sepamos o no, la hipótesis del balance energético viene ganando hace rato. La ley de obesidad está estancada desde que se sancionó en 2008, con el Estado absorbiendo económicamente cirugías bariátricas como única estrategia: sin prevención, educación alimentaria, ni nada.
La promoción de la alimentación saludable en las escuelas no generó más que kioscos “saludables” dispersos en algunas provincias, que cambiaron ultraprocesados con azúcar a otros con edulcorantes o a porciones más pequeñas de lo mismo.
Los comedores son una desgracia que rellena a los niños, de norte a sur.
Las guías alimentarias que acabamos de estrenar están configuradas en torno a un círculo con un mensaje que nada tiene que ver con qué comemos: actividad física.
Y seguramente es esto lo que seguiremos viendo: una industria que ocupa todos los espacios, mientras ofrece nuevas oportunidades para hacer gimnasia.
En Davos, unos meses atrás, Mauricio Macri firmó un acuerdo con Coca Cola por mil millones de dólares que tiene entre sus ejes la expansión del negocio y la promoción de la actividad física.
¿No van a abandonar la contratación de ILSI?, pregunté a las funcionarias.
“Si hay escuelas que aceptan y padres que dan el consentimiento habrá evaluación de impacto. Buscaremos cómo hacerlo sin problemas, alarmas, ni miedos”.
En la escuela de Boedo mantienen la guardia alta. Saben que destaparon una olla que huele horrible. “Vamos a seguir el asunto de cerca”, dicen. Ya no solo por sus hijos, sino por todos los chicos que, ahora saben, tienen hace años los indicadores de salud rodando en caída libre.
Fuente: La Vaca