top of page

La delgada línea que separa la Economía Colaborativa de la competencia desleal

 

La economía ya no es algo geográficamente delimitado. Estamos en la era de la información, e Internet ha potenciado las economías participativas como Uber, Airbnb y otras no monetarizadas, como Couchsurfing o Waze, que canalizan necesidades particulares fomentando relaciones de confianza entre desconocidos, al tiempo que rompen la hegemonía de las empresas y las prácticas económicas tradicionales, más lentas y complejas.

 

Así de hecho se dinamizan las economías locales, que se adaptan a la velocidad de los cambios globales con portales y aplicaciones accesibles desde cualquier dispositivo y lugar del mundo, permitiendo que acciones como encontrar un taxi, buscar hospedaje o pagar servicios sin efectivo dejen de ser una odisea.

Sin embargo, es una evidencia histórica que los cambios tecnológicos y sus ventajas aumentan al mismo frenético ritmo que disminuyen los puestos de trabajo, como ya se explicó en “¿Vivir para trabajar o trabajar para vivir?”. Ejemplos similares fueron la rueda, la imprenta, la máquina de vapor o los vehículos motorizados, cuyos efectos directos (la mayor productividad o la menor duración de un proceso o trayecto) e indirectos (el desempleo y la readaptación de los sectores periféricos) hoy están totalmente asimilados.

A priori la idea parece simple: una persona tiene un alojamiento, otra lo necesita, y un portal las pone en contacto. Una persona busca transporte y cualquier otra con un poco de tiempo se convierte en su improvisado conductor. Una aplicación los pone en contacto y la empresa obtiene un pequeño porcentaje de la operación.

¿Cuál es el problema cuando la libertad y la propiedad son las grandes banderas de la sociedad capitalista?

Más fácil, imposible

A primera vista podemos analizar la manera en que AirBnb, portal dedicado al alquiler de alojamientos que van desde tipis hasta mansiones, pasando por habitaciones y cabañas, ha llegado a convertirse en el portal inmobiliario más grande del mundo sin poseer ninguna propiedad.

Cualquier persona puede alquilar un espacio a quien busque alojamiento; y cualquier persona puede buscar alojamiento en casi cualquier lugar del mundo, reservarlo y pagarlo en directo, así como comunicarse en todo momento con su anfitrión. Así, no sólo la oferta se comunica al instante con su nicho de demanda, sino que el vínculo entre las partes se mantiene para que cualquier duda o petición pueda ser resuelta.

El secreto de Airbnb, según su cofundador, fue precisamente conseguir que las transacciones entre dos completos desconocidos estuvieran basadas en la confianza mutua a través de la reputación online. Cada perfil tiene una puntuación y los comentarios de clientes y anfitriones ayudan a que la responsabilidad se imponga en la relación económica. Los precios son libres, y los pagos son procesados por el portal, que actúa como mediador en caso de conflictos a cambio de una comisión por cada reserva realizada.

De esta manera los viajes son algo mucho más sencillo, flexible y personalizable. Requieren menos planificación y proporcionan, en definitiva, mucha más libertad. Pero el sector hotelero debe entonces hacer frente a la disminución de clientes y se ve en la necesidad de reducir tarifas o incrementar los incentivos para evitar pérdidas, mientras ejerce la presión política que, a menudo, su fuerza económica le permite.

En este caso, aparecen una serie de efectos indirectos que de hecho pueden ser de gran relevancia, como el de la gentrificación (proceso de sustitución de la población de un barrio por grupos de mayor nivel adquisitivo) y la precarización laboral. Y la reacción ha sido muy diversa en el mundo, aunque en muchos casos se ha optado por la identificación física de las propiedades y la expedición de licencias para resolver los problemas de vecindad y convivencia, así como la evasión fiscal que en muchos casos caracterizan a la práctica.

El problema sobre ruedas

Lo mismo ocurre con Uber, que supone una competencia aparentemente desagregada al transporte público, aprovecha una demanda preexistente (la población necesita movilizarse) que es cubierta por particulares, fuera del control institucional con el que se suele garantizar su seguridad, pero con las garantías de una gran empresa que mediante la identificación de todos sus usuarios tiene la capacidad de arbitrar en todo momento.

Por otro lado, el mundo del taxi es complicado y está muy fuertemente regulado, aunque tiene zonas sombrías cuando se habla de grandes ciudades. Cierto, depende del lugar, y no se puede hablar en términos absolutos.

Ser taxista no es tan fácil: no sólo requiere una fuerte inversión para cubrir el coste de la licencia -que ronda los 120.000€, el automóvil, su acondicionamiento y su seguro a todo riesgo-, sino que conlleva una serie de riesgos inherentes como robos o accidentes. Y con frecuencia la clandestinidad, el regateo y la picaresca están tan presentes en la calle que cualquier intento de regulación acaba encontrando cómo ser sorteado. La carta de un taxista de Santiago de Chile explica, igual que la de otro de Barcelona, los efectos de la competencia y la corrupción con la que pueden llegar a operar, conscientes de la necesidad de sus servicios.

El alto precio de las licencias por regla general tiene que ver con el número limitado de ellas que emiten las autoridades, lo que hace que aumente su valor y se especule con ellas.

Y a menudo por estas razones algunos sectores de la población prefieren recurrir al taxi privado, de una empresa (comúnmente llamado “radiotaxi”) cuyos empleados no son anónimos, y cuyos servicios son prácticamente idénticos a los de los conductores de Uber, con la diferencia de que estos últimos eligen cuándo están disponibles, reciben en su teléfono la “llamada” según su proximidad, y se les paga directamente en su cuenta bancaria según los kilómetros recorridos. El viajero por su parte recibe una descripción del vehículo, su matrícula, el nombre y la fotografía del conductor, y puede seguir su recorrido en tiempo real.

Pero el del taxi es un sector muy fuerte, a menudo bajo control oligopólico y con una gran capacidad de resistencia, por lo que muchos gobiernos han optado por prohibir las aplicaciones como Uber o Cabify para evitar un problema de graves consecuencias como es el colapso de carreteras y transportes.

En Barcelona los accesos al aeropuerto y a las principales estaciones de tren fueron bloqueados en una batalla que no necesitó prolongarse mucho más. Sonora fue también la protesta en París, y los debates en Londres, en Rio de Janeiro, en Santiago de Chile, o en Buenos Aires, donde empezó a operar recientemente. Ahora también en Colombia, donde incluso Ubercóptero ve cortadas sus alas, teniendo una competencia mucho menor.

Pero al precio de las licencias, y a la lentitud de la amortización de su coste, se añade en forma de agravante la toma de conciencia sobre los beneficios económicos y ecológicos de una red de transporte público colectivo, y los esfuerzos políticos, cuando los hay, por fomentar su uso.

El problema pasa entonces a manos del estado, que debe decidir entre la prohibición de una economía colaborativa, a costa de recortar la libertad de las personas de llegar a acuerdos privados, y un laissez-faire que amenaza a un sector laboral sin que se plantee un plan de contingencia, de eliminación de licencias, de condonación de deudas o de formación y reinserción laboral.

“No hay nada compartido”

El debate es complejo, por lo que hay que evitar los reduccionismos.

Ante todo, resulta difícil y cuestionable intervenir cada relación entre particulares, o ejercer la presión fiscal únicamente en los usuarios de estas aplicaciones cuando estas empresas tienen mercado en muchos más lugares que en los que tributan. No poseen la misma tasa tributaria que la ciudadanía, y además dificultan el cobro de impuestos de personas que, al fin y al cabo, realizan una actividad económica con la que obtienen ingresos.

Por otro lado, hay que comprender que con la digitalización desaparecen los intermediarios y que este es el resultado lógico de la modernización de los mercados, que a menudo sobrepasa la capacidad regulatoria de los gobiernos y los municipios. Si bien las aplicaciones favorecen el contacto entre una oferta y una demanda, lo hacen desdibujando la presencia del intermediario, aprovechando una estructura económica preexistente, y añadiendo presión contra sectores que ya tienen per se una fuerte competencia interna.

Como destaca el diario Le Monde, el problema está en aprovechar la posición novedosa en el sector para llamar “economía colaborativa o participativa” a lo que no es sino un negocio más, en el que nada es gratuito ni conmutable.

Cuando hablamos de Uber o de Airbnb no hablamos de bienes comunes ni de explotaciones colectivas. Al contrario, vemos que una empresa se beneficia de un conflicto (inevitable) que confunde libertad y competencia, y sobre todo deja en evidencia las dificultades de las instituciones para adaptarse a un cambio muy cómodo para la población.

¿Nos encontramos entonces en un reflejo más de la manera en que los cambios tecnológicos implican la obsolescencia de unas prácticas determinadas? ¿O por contra estamos presenciando la competencia desleal del capital global frente a la estructura de las economías locales?

El debate está servido.

Fuente: United Explanations

Davos y la Economía Solidaria
Auspiciantes
Seguinos!
  • Facebook Basic Black
  • Twitter Basic Black
  • Google+ Basic Black
bottom of page